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Era una tarde madrileña. Entre la emoción del viaje, una larga caminata
y un helado; mi novio y yo aprovechábamos un descanso en los alrededores del lago
del Parque El Retiro para conversar y admirar cada detalle que se presentaba
ante nuestros ojos. En ese recorrido visual mi mirada se posó en una familia musulmana
que estaba almorzando en uno de los restaurantes, justo al frente de donde nos
encontrábamos.
Se trataba de un hombre de tez morena, facciones duras, poco expresivas,
quien disfrutaba de su comida en silencio, consumido por satisfacer sus propias
necesidades. Justo a su lado estaba su hijo lidiando con su almuerzo, como lo
hacen todos los más pequeños en sus primeras edades. El niño seguía las
gentiles órdenes de su madre, quien estaba muy pendiente del comportamiento del
menor, sin siquiera atreverse a cruzar palabra con el que suponía era su
esposo, como si se tratara de un extraño malhumorado que se sienta en la mesa
de la par de un restaurante de comida rápida.
Puede ser que mi helado fuera más grande de lo que recuerdo, pero el
estar ahí me permitió observar esa interacción fría y rígida de ese hombre poco
atento hacia esa mujer callada y hermética que desempeñaba sin titubeos su
tarea de cuidadora. Al final, cuando el señor y el pequeño quedaron satisfechos,
todos se marcharon.
Justo esta imagen asaltó mi mente cuando leí una de las notas donde se cuenta la historia de
la pakistaní, Malala Yousafza, quien recientemente recibió el Premio Nobel de
la Paz 2014. Una niña que, dos años atrás, trató de ser acallada por dos
talibanes, mientras viajaba en el autobús escolar, solo por el hecho de haber expresar
públicamente su deseo de ser libre y poder acceder al estudio.
Por esa valentía con la que defendió sus convicciones y por su lucha por
un trato igualitario para las mujeres y su derecho a la educación, el pasado 10
de diciembre, Malala fue reconocida a nivel mundial.
Definitivamente, este acontecimiento se convierte en un gran avance para la humanidad,
el cual se une a otros tantos realizados en el pasado; como el de aquella
joven afroamericana, llamada Elizabeth Eckford, quien junto con un grupo de
estudiantes de color, en 1957, entraron por primera vez a recibir clases en un
colegio de Arkansas, abucheados por sus congéneres estadounidenses de tez
blanca…
… Estas son las imágenes de quienes dan los primeros pasos, los más
difíciles, en la construcción de la historia de la sociedad moderna; son las
llamadas a abrir caminos hacia el respeto igualitario de los derechos
fundamentales, con el fin de que menos mujeres asuman sumisamente roles otorgados
por otros y no se vean obligadas a ocultar sus propios deseos bajo el velo grueso del machismo y la agresión.
Katmarce--