¿Se
despierta sin saber dónde está, qué día es, qué le pasó y…, sobretodo, dónde
está toda la gente?... Bueno, es así como empieza la historia entorno a The Walking Dead,
una serie de zombies y algo más, basada en una historieta del mismo nombre.
Confieso
que al inicio me resistía a verla (no soy muy fan de las historias de zombies),
pero conforme fueron pasando los capítulos de la primera temporada (y
subsiguientes), me enganchó la trama.
Y es que
entre la sangre y podredumbre de las imágenes, también se rescata un tema aún
más interesante y que está a flor de piel en los hilos que tejen el drama y el
suspenso de esta serie. Se trata de esa
lucha que existe entre el lado oscuro de los seres humanos y la luz de las
buenas intenciones que sobreviven entre la desesperanza.
Yo pensaría
que en una situación catastrófica, donde pocos tienen la fortuna de mantenerse
en pie y se requiere la unión y cooperación para salir adelante, las
diferencias se podrían dejar de lado para luchar por un bien común. Esa es mi
visión positiva y algo inocente de la vida.
Sin embargo, la serie aplasta esa percepción
y nos muestra una realidad un poco diferente, donde el egoísmo, el deseo de
poder y la desconfianza muchas veces prevalecen para causar un desastre mayor
del que podría ocasionar una horda de seres inanimados y hambrientos de carne
fresca.
Somos
humanos. Difícilmente borraremos de nuestro ADN esa naturaleza ambivalente y
compleja que conduce nuestro accionar. Y como lección aprendida a lo largo de
estas cinco temporadas de The Walking Dead (y de lo que muchas veces podemos ver a través de la pantalla de los noticieros actuales), diría que la lógica no siempre se
impone y aún en la decadencia, el lado oscuro del ser humano podría ser más
perverso que la misma situación que lo desata.
Katmarce—