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Foto tomada de liliessparrowsandgrass.com |
Mientras el
sol empezaba su retirada silenciosa, las gallinas se iban arrimando a este
arbusto dominante, en busca del mejor lugar para su reposo. Algunas tenían más plumaje que otras, lo que
las hacía lucir gorditas y acolchadas como los capullos de algodón que cuelgan
de sus botones recién abiertos.
El ritual
se repetía una y otra vez, todos los días, a la misma hora. Las emplumadas tomaban su posición, a falta
de espacio en el gallinero, mientras su fuerte cacareo se iba acallando, tal y
como lo hace una audiencia bulliciosa que se acomoda para disfrutar de un
espectáculo en el teatro.
Poco tiempo
después, justo cuando el sol terminaba
de despedirse, las gallinas se acurrucaban unas contra otras, consumían sus picos en sus ropajes y se dejaban
llevar por sus sueños simples y ligeros que terminaban cuando apenas empezaba a
aclarar el día siguiente. La luz instalada
sobre la pila del patio iluminaba de rebote estos extensos dormitorios
improvisados adornados por plumas de tonos otoñales y patas con garras
fuertemente aferradas a las ramas del arbusto.
Como si
fuera hoy, esta estampa proveniente de aquellos días de infancia aún vive en mi
memoria, con la calidez de un recuerdo que nunca morirá y la felicidad que se escondía
en la simplicidad de una vida llena de deliciosos instantes de cotidianidad.
Katmarce—