viernes, 15 de junio de 2012

¿ENVIDIA VERGONZOSA?


Imagen tomada de cabrosdebarrio.blogspot
6.30 p.m.  Recién había llovido. La calle estaba aún mojada y el autobús estaba bordeado por gotitas rezagadas en su viaje final.  Algunas ventanas del automotor se mantenían abiertas, por lo que el bochorno adentro no era tan intenso.

Como es usual en estas situaciones, al entrar, el olfato recibió el choque a humedad mezclado con el sudor de algunos y las congojas de otros.  Pagué el pasaje y me percaté que aún quedaban asientos.

-“¡Aleluya!”, dije para mis adentros; mientras me sentaba en el primer espacio disponible, tratando de respetar los reservados para adultos mayores.

Cómodamente ubicada, mirada al frente y revisando de vez en cuando mi celular, me percaté que el asiento de atrás estaba ocupado por un hombre joven, con audífonos, pelo rasurado y con una bolsa entre sus regazos, la cual empezaba a ser víctima de su acecho afanoso, justo como un mapache en plena exploración diligente entre basureros y restos de comida.

Solo tardé unos micro-segundos para constatar que lo que tenía entre sus manos era pollo, o chicharrón, o algún aperitivo similar, con apariencia aceitosa y textura algo “tiesa”, pues el sujeto tuvo que utilizar con fuerza sus dientes para cortar una pieza de lo que fuera que estuviera devorando y hacerlo llegar de esta forma a su boca.

A pesar de que el típico olor a pollo “embombillado” no me llegó, supe que el muchacho estaba atacando de forma anticipada su cena, en plena luz del bus… Una escena típica para quienes utilizamos el transporte colectivo, especialmente a una hora posterior al horario de oficina.

Como yo estaba al frente de él, mi mayor preocupación era que el caballero tuviera la destreza necesaria para no permitir que ningún bocado volara más allá de sus mandíbulas, especialmente entre mi cabello.

Él seguía concentrado en el “picoteo” de su comida, aunque se notaba que no tenía la intención de terminar su merienda ahí mismo.  Probablemente el hambre y el antojo eran incontenibles y lo motivaron a adelantar un poco del manjar que le esperaría en su casa... No sé, mis especulaciones vacilaban mientras ojeé hacia atrás y vi otro campo vacío.  Sin titubear, me trasladé hacia allá y traté de dirigir mi atención a otros asuntos.

No obstante, el muchacho seguía captando mi foco de interés… Un par de “mordiditas” más a su festín y… Listo… Los chupetazos a sus dedos anticipaban que la “goloseada” había terminado…

Desde mi asiento, no pude más que sonreír… Ciertamente, es un poco desagradable y algo molesto ser testigo de estas escenas en el autobús, en un espacio algo reducido, con poca ventilación y a una hora donde el hambre ataca las tripas de cualquier “cristiano”… Pero me queda la duda de si ese disgusto más bien no sea una especie de envidia “vergonzosa”, al desear ser dueño de la naturalidad necesaria para echarle una probadita a algún tentempié, en el momento justo que se necesita, sin importar el qué dirán.

Katmarce—

viernes, 1 de junio de 2012

TERROR DE CAMINO HACIA LA "PULPE"


Uno de estos días, mientras caminaba por una vieja acera del barrio donde crecí, me asaltó un recuerdo que me acompañó en mi silencioso paso durante los metros que faltaban para llegar a mi destino.

Esa acera si acaso suma 50 metros de distancia, pero unos cuantos años atrás, cuando yo ni siquiera había iniciado mi etapa escolar, ese trayecto representaba una “buena caminada” para llegar hasta la pulpería que estaba ubicada en una casa esquinera.

Recuerdo que una tarde cualquiera mi mamá me pidió que le fuera a comprar algunas cosillas a la “pulpe” y a mí se me antojó aprovechar para hacerme de alguna chuchería, de esas que ahora parecen ser un pecado mortal para los más pequeños. Crucé la calle y empecé a caminar por la acera que ahora está algo carcomida por las inclemencias del tiempo y por la falta de cuidado de los vecinos.

En aquel entonces, los dueños del pequeño comercio del pueblo tenían un perro negro, cuyo pecho estaba adornado por una gran franja blanca que le llegaba hasta la parte inferior de su cuerpo; si me preguntan ahora, diría que se trataba de un gran danés. Era grande y llamativo, con patas estilizadas y un correr elegante.  Su cara no me parecía tan afable, pues en aquel entonces yo no estaba tan familiarizada con el comportamiento canino, más bien le tenía algo de miedo y mucho respeto.

El animal acostumbraba a estar suelto en los alrededores y esta acera era parte de su reinado.Recuerdo que al cruzar la calle, me topé de frente con él, nos miramos mutuamente y algo no le gustó de mí, probablemente el miedo transpiraba por mis poros, motivo por el cual decidió corretearme a todo galope. Yo, por supuesto,me espanté, aceleré lo más que mis pequeñas piernas me lo permitieron y fue justo lo suficiente para llegar a una verja cercana a la casa de los dueños, donde tuve la intrepidez de subirme y pegar “alaridos” mientras el perro meladraba y trataba de morderme. Al instante, los responsables de la mascota salieron en mi auxilio y se llevaron al grandulón.

Creo que a estas alturas de mi relato, ya deben imaginarse que yo terminé tan temblorosa como una gelatina recién sacada del refrigerador y tan aterrada al punto de que no pude completar el encargo de mi mamá porque el llanto se hizo presente y lo único de lo que fui capaz fue de huir hacia mi casa.

Ahora me resulta divertido recordar ese día y lo mucho que ha cambiado todo:  la acera, la calle, las casas, mi actitud hacia los perros… En fin, algunos años de distancia hacen una gran diferencia.

Sin embargo, la visita de este recuerdo me causa nostalgia y algo de ternura al visualizar a aquella niña atemorizada y al revivir la marca que dejó el incidente en mí, a tal extremo que aún, en estos días, al recorrer esa acera, me estremezco un poco y espero que en alguna esquina aparezca aquel perro negro agraciado que, por algún motivo, esa tarde, no se sintió muy feliz de toparse con esa chiquilla de colochos que iba de camino hacia la “pulpe”.

Como Víctor Flury lo escribe en una de sus notas de opinión de La Nación, haciendo alusión a Marcel Proust y a su obra “A la búsqueda del tiempo perdido”: eltiempo, ya no es irreversible, “sino capaz de la gracia de haber sido y continuar siendo”.

Katmarce—