miércoles, 15 de agosto de 2012

LAS PRIMERAS FRACTURAS DE LA INOCENCIA

Imagen tomada de mariquijoteantevasin.blogspot.com 

Recuerdo el momento en que la primera fractura de mi inocencia apareció. Ese fue el día en que la felicidad y despreocupación de los primeros años sufrieron su primer cuarto menguante al ser consciente de que algún día las personas que tanto quería iban a abandonarme.

Mami, ¿verdad que vos no te vas a morir?”, le pregunté a mi mamá, con la esperanza de que su respuesta le trajera paz a mi inquieta alma en desarrollo.  Lastimosamente, ella no pudo mentirme. Haciendo un gran esfuerzo por explicarme un tema tan delicado, me dijo que todas las personas algún día teníamos que morir porque esa era la ley de la vida…

… La abracé fuerte y lloré tan intenso como la lluvia tupida de mayo. Esa primera fractura de mi inocencia me dolió en lo más profundo de mi ser y de mi corazón… Entre sollozos mi mamá me decía que no me preocupara porque era probable que eso sucediera mucho tiempo después. Gracias a Dios la promesa de aquel entonces aún sigue en pie.

Pero la vida no solo se complace con ser implacable una vez, sino que años después otra de esas “verdades” iba a traerme más desilusiones. Recuerdo que esto sucedió mientras jugaba con algunos amigos de mi barrio. No estoy segura cuál fue la motivación de uno de ellos para contar los detalles de la gran “mentira” a la que nos habían sometido nuestros padres al decirnos que el “Niño” no era quien nos traía los regalos cada Navidad.

Yo defendí fervientemente mi tesis ante ellos –como es usual en mí cuando creo tener la razón sobre algún tema- y luego me dirigí donde mis papás para asegurarme de que mi posición fuera la correcta; sin embargo, para mi sorpresa, mi amigo estaba en lo cierto...

… Creo que ese día no lloré tanto como antes, pero la fractura sí me causó una herida aguda. Para tratar de apaciguar mi desánimo, mis padres me explicaron que mi creencia no era tan incorrecta, pues el “Niño” era quien les ayudaba a obtener el dinero para comprar los obsequios…

La crueldad de los niños a veces sorprende. A decir verdad, las navidades no volvieron a ser iguales desde entonces, pues esa “mentira” le agregaba magia particular a mis días decembrinos. El ritual de escribir una carta, esconderla en algún rincón, dejarle galletas y leche a ese ser invisible para luego, en la mañana de Navidad, verificar que mis ofrendas habían sido bien recibidas; todo ese proceso, lo atesoro con gran emoción, aún en estos días de adultez y conciencia.

Esas revelaciones fueron el principio del fin y el inicio de otra etapa. Una donde no hay escapatoria para la realidad, a pesar del dolor que contiene sus diversos envases, lo importante acá es construir un caparazón resistente a los golpes, saber caer y volverse a levantar y aprender a tomar lo mejor que cada día nos ofrece este camino empedrado que se esconde entre verdes praderas, matizado con flores amarillas y ríos caudalosos.

Katmarce—

miércoles, 1 de agosto de 2012

LOS BOTONES DE MI NIÑEZ

Foto tomada en el Museo Nacional -Katmarce
Aquellos botoncitos de colores sí que alegraban mis tardes. Recuerdo cuando aún era hija única, chineada y muy curiosa; eran tiempos en que mi hermana no había nacido y yo buscaba la diversión en cualquier pequeño detalle. Seguramente fue así como llegué al mueble de costura de mi abuelita.

Ella vivía en una casa de adobe, como era la costumbre en aquellos días de grandes extensiones de cafetales divididos por calles de tierra y polvo. La casa era grande –al menos así la recuerdo- y tenía unas amplias ventanas resguardadas únicamente por dos compuertas de madera, porque en aquel entonces no hacían falta ni vidrios y menos verjas.

Justo debajo de una de esas ventanas, a un lado de un amplio comedor de piso de tierra bien cuidado, estaba la famosa máquina de coser negra de mi abuela, empotrada en un mueble de madera, como si fuera una corona de oro delicadamente acomodada sobre el almohadón rojo del trono.

Me parece recordar el mueble como si lo tuviera en frente, el sobre barnizado, los pedales de hierro negro que mágicamente movían la aguja al ritmo del impulso de los pies y, a los lados, dos torres de pequeñas gavetas que escondían una gran cantidad de tesoros.

Foto de Katmarce
Mi abuelita era una respetada costurera en aquel tiempo y encontró en esta labor una adecuada forma para salir adelante con su vida de viuda a muy temprana edad. Era por eso que en su casa nunca podían faltar los hilos, los encajes, los retazos de tela y, por supuesto, los botones de múltiples tamaños, formas y colores, agrupados en roídas bolsitas de plástico.

Algunas tardes, ella me permitía hurgar entre esta variedad de pequeños objetos y yo me divertía acomodando las piezas de mil y una formas. Cuando me aburría, acercaba una silla a la ventana para asomarme por su amplia abertura e imaginarme que era la dependiente de una populosa pulpería, en donde comercializaba mercancía ficticia con clientes invisibles, a cambio de los botones que hacían las veces de dinero.

… ¡Cuánta nostalgia me genera rememorar estos inocentes juegos de mi niñez!... Son momentos que ahora solamente se preservan en mi mente, como frutas en almíbar, acompañados por el recuerdo de la cálida casa de adobe, la máquina de coser y mi querida abuelita, quien debe estar alegremente hilvanando y cosiendo hermosos vestidos en una dimensión donde las fechas de entrega ya no tienen la menor importancia.

Katmarce—