El extraño sonido apareció en su aposento en medio de la noche. Yo salté de la cama, debido a mi eterno estado de alerta. Ahí estaba él, angustiado, desplomado en el piso, contorsionándose extrañamente, con la vista perdida, sus pies y manos batallaban descontroladamente contra algún atacante imaginario, mientras un gemido salía de su boca de forma intermitente en medio del pedaleo de sus extremidades como si quisiera emitir algún mensaje lejano del más allá. Pasados unos minutos, mi querido amigo empezó a tranquilizarse. La convulsión iba dando paso, poco a poco, al dominio de la consciencia.
Estos constantes y angustiosos episodios eran una tortura para mí. El eterno estado de alerta pasó a ser una alarma crónica -y a veces infundada, debo admitirlo-, siempre vigilante de cualquier indicio que me anunciara la visita de la tenebrosa convulsión.
Un día de tantos, mi gran amigo tuvo que partir. Su vida iba a tomar nuevos rumbos y no necesariamente por decisión propia. Las situaciones lo forzaron a abandonarme, dejándome su rincón vacío y un gran espacio imposible de llenar. No fue un adiós fácil –¿cuál adiós es fácil?. En ese momento un puño despiadado desmoronó mi corazón ante el último beso y abrazo, pues yo sabía que nunca más volvería a sentir su calor en mi pecho.
El recuerdo de su compañía y de su amor sincero fueron las únicas herencias agradables que quedaron, junto con varias fotografías de tiempos felices. Mi amigo padecía de epilepsia y algunos meses después de su partida, me llegaron a contar que en uno de esos episodios él abandonó su cuerpo para recorrer un campo más verde y libre, donde hay una costa infinita de cielos teñidos por la eternidad.
Hoy y siempre mi corazón lo extraña hasta donde las palabras no lo pueden describir, como el gran amigo que fue, el que me regaló quintales de alegría de forma generosa y el que siempre estaba pendiente de mi llegada, expectante con sus brillantes ojos como dos botones negros y su hermosa cola peluda tambaleándose de un lado a otro, hablándonos con frases que solo nosotros conocíamos a través de nuestra mirada cómplice de amor y admiración recíprocas.
-Dedicado a Teo-
Katmarce—