Cerré los
ojos y allí estaban. Ella, entre la calidez
de la cocina de leña preparando la sopa de verduras diaria. Él, sentado en la
mesa, esperando la acostumbrada cena cocinada poco tiempo después de que cayera
el sol.
La mesa era
pequeña, de seis espacios ocupados por sencillas sillas de madera. El toque
personal lo daba un jarrón de vidrio, colocado en el centro de la mesa, con alguna
que otra flor acompañada por las hojas de algún helecho silvestre.
Hacía un
poco de frío, como el que deja la fresca ráfaga constante de los primeros días
de diciembre, tal vez porque las paredes eran de adobe y el techo de teja era
alto. Cada aposento tenía una gran ventana protegida por paños de madera
cerrados por pequeños picaportes. El piso… De tierra, por supuesto, sin que esto
le quitara méritos a la limpieza que reinaba en toda la casa.
De
vez en cuando, ella hacía algún comentario en voz alta, para sí misma, mientras
removía las ollas y dejaba bailar el inconfundible olor de la comida recién hecha por toda la
casa. Él, callado y taciturno, le ponía
atención a la radio desde donde escuchaba las noticias del día y el sorteo de
los chances.
En instantes,
ella le llevaba el plato de lata a la mesa. No podía faltar el chayote, la papa,
los guineos y el elote. Probablemente había un pedazo de carne y otra verdura
por ahí. Seguidamente, el vaso de leche para remojar el paladar y darle ese
gusto típico y único.
Al fin, él
cogió la cuchara con su mano izquierda y empezó a devorar el plato, con gran
satisfacción, en el silencio de sus pensamientos revueltos con preocupaciones
quizás, o tal vez disfrutando de un poco de paz mental. Sin duda, era hombre de
pocas palabras. El sombrero de manta le protegía su cabello blanco rapado, de
las largas horas de trabajo en el cafetal. Sus facciones cansadas y el lento
andar evidenciaban las muchas cajuelas que había tenido que recolectar todos esos
años para sobrellevar las múltiples obligaciones.
Ella trajo
su plato y se sentó en la otra esquina. Silenciosa, también, pero disfrutando de
su fresca y caliente cena. Su pelo blanco, largo hasta los hombros, lo acostumbraba peinar cuidadosamente hacia atrás con unas pequeñas prensas a
los lados. Su cara afable y, generalmente sonriente, no dejaba pasar la
oportunidad para ofrecerle “un gallito” a quien se diera una vuelta a esas horas
por su casa.
Así los
encontré mientras mis ojos estuvieron cerrados por centésimas de segundo, justo
como una de esas preciadas postales amarillentas, con los bordes desgastados
por el tiempo y por el repetido contacto de los dedos de quien añora. El asalto del pasado fue efímero; sin embargo, la calidez del recuerdo fue tan real y cercana como el momento en que nos abrazamos y nos dijimos adiós la última vez.
Katmarce—