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Imagen tomada de mariquijoteantevasin.blogspot.com |
Recuerdo el
momento en que la primera fractura de mi inocencia apareció. Ese fue el día en
que la felicidad y despreocupación de los primeros años sufrieron su primer
cuarto menguante al ser consciente de que algún día las personas que tanto
quería iban a abandonarme.
“Mami, ¿verdad que vos no te vas a morir?”,
le pregunté a mi mamá, con la esperanza de que su respuesta le trajera paz a mi
inquieta alma en desarrollo.
Lastimosamente, ella no pudo mentirme. Haciendo un gran esfuerzo por
explicarme un tema tan delicado, me dijo que todas las personas algún día
teníamos que morir porque esa era la ley de la vida…
… La abracé
fuerte y lloré tan intenso como la lluvia tupida de mayo. Esa primera fractura
de mi inocencia me dolió en lo más profundo de mi ser y de mi corazón… Entre
sollozos mi mamá me decía que no me preocupara porque era probable que eso sucediera mucho tiempo después. Gracias a Dios la promesa de aquel entonces aún
sigue en pie.
Pero la
vida no solo se complace con ser implacable una vez, sino que años después otra
de esas “verdades” iba a traerme más desilusiones.
Recuerdo que esto sucedió mientras jugaba con algunos amigos de mi barrio. No
estoy segura cuál fue la motivación de uno de ellos para contar los detalles de
la gran “mentira” a la que nos habían sometido nuestros padres al decirnos que
el “Niño” no era quien nos traía los regalos cada Navidad.
Yo defendí
fervientemente mi tesis ante ellos –como es usual en mí cuando creo tener la razón
sobre algún tema- y luego me dirigí donde mis papás para asegurarme de que mi
posición fuera la correcta; sin embargo, para mi sorpresa, mi amigo estaba en
lo cierto...
… Creo que
ese día no lloré tanto como antes, pero la fractura sí me causó una herida
aguda. Para tratar de apaciguar mi desánimo, mis padres me explicaron que mi
creencia no era tan incorrecta, pues el “Niño” era quien les ayudaba a obtener
el dinero para comprar los obsequios…
La crueldad
de los niños a veces sorprende. A decir verdad, las navidades no volvieron a
ser iguales desde entonces, pues esa “mentira” le agregaba magia particular a
mis días decembrinos. El ritual de escribir una carta, esconderla en algún rincón,
dejarle galletas y leche a ese ser invisible para luego, en la mañana de
Navidad, verificar que mis ofrendas habían sido bien recibidas; todo ese
proceso, lo atesoro con gran emoción, aún en estos días de adultez y conciencia.
Esas
revelaciones fueron el principio del fin y el inicio de otra etapa. Una donde no
hay escapatoria para la realidad, a pesar del dolor que contiene sus diversos envases,
lo importante acá es construir un caparazón resistente a los golpes, saber caer
y volverse a levantar y aprender a tomar lo mejor que cada día nos ofrece este camino
empedrado que se esconde entre verdes praderas, matizado con flores amarillas y
ríos caudalosos.
Katmarce—