Mira el
reloj… La tensión aumenta en la misma proporción de espacio que el bus avanza
entre un acelerón y una frenada. La
paciencia empieza a abandonarlo, mientras respira profundo y se pasea las manos
por el mentón de barba corta… Vuelve a echarle una ojeada al reloj y no ha
pasado ni un minuto desde la vez anterior, pero el tiempo es corto cuando se
acercan las 7 de la mañana.
La última
parada está a escasas dos cuadras, el tráfico no da tregua y el progreso es
poco. Se mueve incómodo en su asiento y vuelve a ver hacia la puerta trasera como si fuera un prisionero que mira
hacia el cielo azul entre los barrotes. Hay gente entre él y la salida… Otra vez regresa a su reloj y confirma que
falta un poco más de 10 minutos para las 7. Es posible que el chofer descargue
a la gente antes de la parada. Toca el timbre para ejercer presión pero no pasa
nada.
El bus
avanza un poco más hasta que el conductor abre las puertas y permite la salida. Él corre rápidamente a la puerta trasera. Baja las gradas y lo recibe una torre de
desperdicios de la soda de la esquina. Tal parece que los recolectores de
basura no han hecho sus labores matutinas en protesta por un aumento de salario
que no ha llegado.
Llegamos a
San José… “¡A 100, a 100 el nacatamal!”…
“¡Lleve, lleve los gemelos, chances,
tiempos!”…
... Y mientras
camino hacia mi destino con el recuerdo de este viaje tempranero en transporte público, me
pregunto si a los conductores que utilizan las arruinadas "rutas alternas" para atravesar la
ciudad, haciendo maromas para evadir el cierre en la autopista de circunvalación provocado por el hueco producto de las lluvias, se
sentirán tan estresados como el muchacho de reloj grande y gorra negra que bajó
del bus de primero hacia una ciudad algo colapsada por el mal
mantenimiento de las vías nacionales y por un clima que no tiene piedad, ni misericordia.
Katmarce—