Noche de luna llena. Fin de año. Me sentía lejana de la familia y de los
amigos que celebraban con gran alegría la llegada de un nuevo año (en realidad,
la fecha era solo una excusa para la fiesta). Alguna preocupación o descontento
me hacía desear estar en la soledad de mi cuarto, debajo de mis cobijas y
esperar el nuevo amanecer de forma solitaria y tranquila.
Simplemente me alejé de la algarabía y salí en busca de la casa que me
daba refugio temporal durante esos días. La pampa guanacasteca abría a sus anchas
sus brazos fraternos hacia mí, como lo hacían esos amigos enfiestados que
rápidamente me querían con todo el alma al calor del alcohol.
Reconozco que desde el inicio sentía temor por el trayecto que me
aguardaba, en solitario, pero lo preferí en lugar de esperar a que la fiesta
acabara y el grupo me acompañara. Fue así como inicié el camino con el corazón
acelerado, adentrándome en la anchura de la sabana iluminada solamente por la
radiante luna llena que festejaba mi presencia.
El camino era largo, la soledad inmensa y el silencio relativo. El
recorrido estuvo acompañado por algunos árboles corpulentos, de anchos ramales
y tupido follaje, que se posaban en el camino solo para reírse de mi agitada
respiración. Las sombras de sus brazos y algunos sonidos de la noche jugaban al
póker con mi imaginación, con caras inexpresivas que no daban señas de sus
intenciones ocultas.
Mientras tanto, mi mente no dejaba de pensar en las historias del pueblo,
en especial la del “bulto”, una muy popular y que recién se había apoderado de
mí. Trata de un hombre que fue masacrado y sus restos fueron envueltos y
tirados por el asesino, en un lugar desconocido. Desde entonces, se dice que
algunos aldeanos han visto un bulto en el camino, en noches como la que me rodeaba, y que un torso desnudo salía de su interior cuando se acercaban al paquete tendido.
El camino se hacía más largo, mientras pensaba en el “bulto” y lo veía
oculto entre las sombras de los árboles, al acecho de mis miedos. Mis pasos se
traslapaban con las hojas secas y mis sentidos empezaban a hacer de las suyas
en las rondas sucias del juego por conducirme al pavor, como niños traviesos que
se divierten con sus nuevos juguetes.
La luna, los árboles, las sombras, los sonidos… Mi corazón y mi
respiración… Con toda esa mezcla llegué justo a la puerta de la casa que refugiaba
mi cordura. Simplemente abrí la puerta, la tiré a mis espaldas y busqué de
inmediato el salvador calor que se albergaba debajo de mis cobijas, sin
siquiera tomarme el tiempo para cerrar con llave la fortaleza que me defendía
del “bulto” y del torso errático que anda buscando una conexión con este mundo
para encontrar la paz.
*La historia la tomé prestada de un relato que me contaron.
Katmarce--