jueves, 15 de noviembre de 2012

EL ASALTO DE UNA AÑORANZA

Cerré los ojos y allí estaban.  Ella, entre la calidez de la cocina de leña preparando la sopa de verduras diaria. Él, sentado en la mesa, esperando la acostumbrada cena cocinada poco tiempo después de que cayera el sol.

La mesa era pequeña, de seis espacios ocupados por sencillas sillas de madera. El toque personal lo daba un jarrón de vidrio, colocado en el centro de la mesa, con alguna que otra flor acompañada por las hojas de algún helecho silvestre.

Hacía un poco de frío, como el que deja la fresca ráfaga constante de los primeros días de diciembre, tal vez porque las paredes eran de adobe y el techo de teja era alto. Cada aposento tenía una gran ventana protegida por paños de madera cerrados por pequeños picaportes. El piso… De tierra, por supuesto, sin que esto le quitara méritos a la limpieza que reinaba en toda la casa.

De vez en cuando, ella hacía algún comentario en voz alta, para sí misma, mientras removía las ollas y dejaba bailar el inconfundible olor de la comida recién hecha por toda la casa.  Él, callado y taciturno, le ponía atención a la radio desde donde escuchaba las noticias del día y el sorteo de los chances.

En instantes, ella le llevaba el plato de lata a la mesa. No podía faltar el chayote, la papa, los guineos y el elote. Probablemente había un pedazo de carne y otra verdura por ahí. Seguidamente, el vaso de leche para remojar el paladar y darle ese gusto típico y único.

Al fin, él cogió la cuchara con su mano izquierda y empezó a devorar el plato, con gran satisfacción, en el silencio de sus pensamientos revueltos con preocupaciones quizás, o tal vez disfrutando de un poco de paz mental. Sin duda, era hombre de pocas palabras. El sombrero de manta le protegía su cabello blanco rapado, de las largas horas de trabajo en el cafetal. Sus facciones cansadas y el lento andar evidenciaban las muchas cajuelas que había tenido que recolectar todos esos años para sobrellevar las múltiples obligaciones.

Ella trajo su plato y se sentó en la otra esquina. Silenciosa, también, pero disfrutando de su fresca y caliente cena. Su pelo blanco, largo hasta los hombros, lo acostumbraba peinar cuidadosamente hacia atrás con unas pequeñas prensas a los lados. Su cara afable y, generalmente sonriente, no dejaba pasar la oportunidad para ofrecerle “un gallito” a quien se diera una vuelta a esas horas por su casa.

Así los encontré mientras mis ojos estuvieron cerrados por centésimas de segundo, justo como una de esas preciadas postales amarillentas, con los bordes desgastados por el tiempo y por el repetido contacto de los dedos de quien añora. El asalto del pasado fue efímero; sin embargo, la calidez del recuerdo fue tan real y cercana como el momento en que nos abrazamos y nos dijimos adiós la última vez.

Katmarce—

jueves, 1 de noviembre de 2012

¡QUÉ NO SE DISIPE LA CABALLEROSIDAD!


Voy de camino a casa, luego de un largo día de trabajo. Es de noche y aún en las afueras está húmedo y frío. Viajo en bus y me toca bajarme en la siguiente parada. Delante de mí, un hombre de una edad similar a la mía también espera que el camión se detenga.

Llegamos a la parada y el sujeto en cuestión baja de primero. Yo le sigo y para mi sorpresa me extiende la mano; sin embargo, antes de que yo pueda responder a tan sorpresivo acto de caballerosidad, se retracta y me pide disculpas. Obviamente, él esperaba ver a otra persona y yo…, algo contrariada, solo me nace decirle: “¡gracias de todos modos!”…

De camino a casa, voy pensando en este incidente y me pregunto: “¿por qué el chavalo me quitó la mano y no concluyó lo que se quedó en tan solo una intención?”... De igual forma, me sentí un poco triste al extrañar esas nobles y delicadas costumbres que se han ido perdiendo entre  la modernidad y las nuevas formas de pensar.

Algunos culpan a las mismas mujeres, dicen que nosotras hemos alejado ese tipo de iniciativas tras proclamas de ultra-feminismo e independencia. Otras, como yo, se sienten inseguras en una sociedad de bribones y caza-fortunas que andan buscando cualquier excusa para arremeter su golpe maestro. Y también está el bando masculino que prefiere abstenerse de este tipo de acciones para no exponerse ante un rechazo o un desplante mayor.

Lo cierto es que se nos presenta un interesante dilema: ¿Aceptar o no aceptar la mano de un extraño que nos ofrece ayuda para bajar del bus?....

Por lo pronto, desde mi Submarino alzo la voz para que la caballerosidad no se disipe. Aún no conozco una mujer que no se sienta halagada por las muestras de educación, cortesía y galanteo de un caballero. Tal vez las nuevas generaciones piensen de otra forma, pero las que rondan la misma cantidad de primaveras que yo, somos muy felices de encontrar “Quijotes” dispuestos a bajar de sus “Rocinantes” para saludar con una reverencia y lanzar su capa ante nuestros pies con el fin de ayudarnos a atravesar el camino enlodado.

… Suena un cursi, está bien… Pero esto traducido a nuestra época se transforma en un momento romántico, gentil y muy apreciado por quienes nos gustan que nos hagan sentir como “princesas”.

¿Qué opinan ustedes?...

Katmarce—